Para llegar a Albacete hay que andar por los rectos caminos de la mancha. Esos caminos orillados de espigas que han sufrido tantos soles y escarchas. Hollados un día por arrieros y trenes de mulas, son hoy un escape del corazón de la península hacia la periferia levantina. Albacete es una ciudad de perfil proteico. Calificada siempre de , hoy se eleva desaforadamente, como si careciera del espacio vital que tan prodigamente le ofrece La Mancha.
Poco a poco van cayendo los reductos ancestrales de la ciudad. Posada de la Feria, convento de San Francisco, iglesia de las Justinianas, ermita de San Antón. ¿Cuanto tardarán en desaparecer los últimos restos del diminuto empedrado del patio de la posada del Rosario, con su columnata en la doble planta, que le da todo el sabor de un viejo corral de comedias? ¿Cuanto resistirá la fachada de la casa de los Picos, o el artesonado del palacio de los Marqueses de Larios.
La piqueta va abriendo solares. Los viejos patios de vecindad, antaño escenario de matanzas y comidas veraniegas, hoy dejan sitio a los altos edificios de recta y funcional arquitectura.
Las calles nos llevan a la plaza del Altozano, que constituye el corazón de la ciudad y el origen de su pulso. Audiencia Territorial, Ayuntamiento viejo, Diputación Provincial, bancos, comercios y hasta hace no mucho cines, la ciñen agitando su vida, que solo se serena en el fresco jardincillo central, donde una copia de de Balazote, insistentemente nos recuerda que estamos parados en lo que fue el solar de una antiquísima y floreciente cultura.
Los trenes se alejan -eterna tangente- hacia la estación nueva que espera, con su aire moderno y europeo, atraer otra vez a la ciudad que se ensancha sobre esta dura planicie castellana.
Como los canjilones de una noria estropeada, pasea la juventud a la luz de los escaparates de la calle Ancha, o de la calle Mayor. Y más allá de la Catedral, siguiendo la calle de la Feria, cada martes se anima el improvisado de mercachifles que flanquea el edificio ferial y que el ingenio popular ha dado en llamar de .
La vida se detiene en los viejos rincones, la ermita de San Antonio, el viejo mercado, las abrasadas calles del Alto de la Villa, como una réplica a las modernas avenidas con etiqueta de homologación, ratificando la lapidaria frase de Azorín:
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